La
primera vez que escuché El Junta tenía trece años. Fue en vivo, en un concierto
junto a otras dos bandas quiteñas que son parte de mi banda sonora
cotidiana: Holger Quiñonez y El Extraño Comportamiento de
un Torso Animado. El concierto, el evento, tenía el nombre de una de las
canciones de El Junta “Despierto Otra vez” y fue un sábado por la tarde, en el
teatro de la radio la luna. Todos los presentes tenían por lo menos diez años
más que yo y eran amigos de las bandas o entre sí.
No
supe el nombre de la banda que tocó tercera. Años después me enteré
que era El Junta. Puedo decir, sinceramente, que no entendí. No entendí
tanto punk y grounge mezclados. No entendí tanta ira. No
entendí tantas referencias literarias, desde el mismo nombre que, en esa
ocasión, no registré. No entendí que pasaba. Qué entraba con mis oídos. Por qué
estaba enojado y triste a la vez. No supe que pasaría luego.
Lo
cierto es que después conocí de cerca a la banda. El Junta fue mi maestro. Fue
mi maestro y me acompañó en la ruta fangosa de la adolescencia del rocker medio
aniñado, y medio hecho el gamín, que definitivamente no
encuentra su lugar. Mientras mi vida parecía una extraña mezcla en partes
iguales, de incertidumbre sobre el pasado, presente y futuro; ganas de
vivir todas las experiencias como si fueran algo extremo; una idea romántica en
exceso de la vida; uso recreativo de drogas suaves y un poco
duras; momentos de inmensa felicidad, algo absurda a veces, esos momentos de
olvidarse de todos y volar; y, sobre todo inocencia sobre todo lo que vendría,
Él, El junta vivió como testigo y, a veces narrador y voz en off, conmigo
cada episodio, irrelevante ante el infinito, inmenso ante mí.
Nunca
me sentí más solo y más acompañado a la vez como cuando escuchaba Jesús el
perro, a los dieciséis, sin saber muy bien qué pasó la noche anterior, que fue
una mala mezcla de un Whisky que mis amigos y yo no podíamos pagar,
Pecho amarillo y marihuana en dosis poco recomendables. Nunca me
sentí más comprendido y confundido que a la mañana siguiente, con el primer
arpegio de la última canción de su disco y las preguntas que se agolpaban en mi
mente; ¿Qué mismo pasó ayer? ¿Vacilé? ¿Tiré?. Nunca antes me sentí más
consolado y a la vez decepcionado que con El Junta vociferando dentro de mis
oídos “Soy hijo del viento, no me rige el tiempo” mientras descubría realidades
familiares tormentosas y poco prometedoras para mí.
Pero
sobre todo, nunca antes me sentí tan cercano a alguien como saboreando los
rechazos que la vida me tenía preparados, y sintiendo que las luces en quito
son luces frías; que las miradas están llenas de veneno; que hay un lugar y un
tiempo oscuros antes de este mundo; que seguir buscando laberintos, a veces
donde no los hay, y que ver de manera triste la vida y el mundo tienen como
único destino posible la soledad más íntima, la soledad de adentro.
Han
pasado cinco años desde ese concierto, y diez desde el primer concierto de la
banda, y las cosas se mantienen. El Junta y yo no nos vemos tanto como antes
pero sigue siendo quien fue, sigue intacto. Se mantiene como la banda a la que
más veces he visto en vivo, la banda que escucho cuando necesito al odio para
protegerme de todo el veneno, cuando solo encuentro las espaldas de los demás,
cuando los sueños y las risas se deshacen en un lago de mierda.
Sigue
siendo la cueva en la que tengo refugio.